El otro día me pasó una cosa curiosa. Fui al supermercado
para comprar la comida de ese día. Iba tranquilo, confiado, con la lista que me
había dado mi madre –sin la cual estoy allí más perdido que un pingüino en el
Sáhara– y con la idea de no emplear mucho tiempo en la faena. Entré y me
encaminé directo a mi primer objetivo: el pan. Al llegar, primer impacto. La
lista me decía: "una barra de pan". Pero yo miraba desangelado a las
cestas de los panes sin saber cuál de los diez tipos coger: baguette, hogaza,
de chapata, bastón… Pasaba la vista de la lista a las cestas como si de un
partido de tenis se tratase, incapaz de reaccionar. "¿Y qué cojo yo ahora?
¿Qué diferencia habrá?" me decía. Y os podrá parecer una nimiedad (y puede
que lo sea) pero a partir de ahí empecé a fijarme en que ese fenómeno se repetía constantemente. A cada zona que
llegaba a obtener una nueva presa volvía a ser yo la víctima de estas multiplicidad.
¿Unas lonchas de queso? Pues tienes sin azúcar, sin grasas extra, con un
chorrito de aceite, con más sabor, contra el colesterol, de leche de vaca
finlandesa o de cabras libres. Y no sólo ocurría ahí dentro. Vas a comprar un
coche y te vas perdiendo por los catálogos hasta que naufragas entre tantos
datos cuya utilidad desconoces (y que tienes que diferenciar de la mera
información estética y comercial como puede ser que en verano ligarás más con
chicas de veintidós años si tu coche es azul celeste). No quiero poner más
ejemplos, pero vemos esto mismo –yo, al
menos, con mayor asiduidad– casi cada vez que nos convertimos en consumidores. Parece que hay que ser
especialista de cada materia para hacer una buena compra. Si no sabes mucho no
sabes nada.
De esta –a primera vista– banal apreciación he podido sacar
a su vez dos consideraciones. La primera, cómo las grandes marcas se aprovechan
de este hecho. Un dato de mucho peso en la balanza del mejor producto es la
imagen previa que uno tiene de determinadas marcas. Efectivamente, como ha
advertido Naomi Klein en No logo, una
función esencial de las grandes marcas es asociar sus productos con estilos de
vida. En sus carteles no salen ya los datos técnicos de la mercancía en
cuestión, sino el tipo de persona que eres al consumirla. Si quieres ser feliz,
tienes que beber Coca-Cola. Si te gusta conducir, conducirás un BMW. No puedes
disfrutar del fútbol con tus amigos sin una Mahou o una Heinken. Y tantos
otros. Y aunque parezca que no, consciente o inconscientemente esto afecta a
nuestra decisión. Estando ante dos productos de los que no conoces nada salvo
que uno lo has visto anunciado, ese producto tendrá más probabilidades de ser
escogido. Esa marca tendrá más probabilidades de ser ganadora. Y esto es
triste, pero es así. Es una batalla en la que en última instancia el ganador es
la marca. Ni siquiera el consumidor.
La otra observación es la creciente importancia de la
comunidad virtual. Me explico. Cuando te vas a comprar un móvil, antes que
mirar los catálogos de Movistar o Vodafone, mejor mirar cualquier blog en
internet donde los consumidores cuentan sus experiencias con los diferentes
productos. Testimonios de primera mano de la real utilidad del producto para la
vida –que es el objetivo último de todo producto. De esta manera, no importa si
no eres especialista en todo si estás en una comunidad con muchos "especialistas"
–esto es, gente con experiencia. Antes tú le dabas tomates de tu huerta a tu
vecino y él te daba huevos de su corral. Con las nuevas tecnologías, el mercado
se ha desarrollado enormemente, y uno de los campos de mayor desarrollo es la
especialización. Si la comunidad no se desarrolla a la par que el mercado, seguiremos
siendo como aquellos pobres pingüinos que vagan por el Sáhara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario